miércoles, 21 de marzo de 2012

¿Compites o actúas por iniciativa?




¿Seleccionas tus metas en base a iniciativas propias o eres de los que se centran en competir y superar a las personas de tu entorno?, la respuesta a esta pregunta podría darte una idea de que tanto dejas que otras personas influyan en la determinación de tus metas y por tanto en lo que podrás lograr en tu vida.
Cuando era un adolecente mi entrenador de Basketball menciono una frase que siempre la recuerdo “Nunca llegaras mas lejos de lo que tu mismo te propongas llegar”. Es por ello que definir a donde queremos llegar, que objetivos alcanzar, que acciones tomar, debe ser una elección que surja de nuestra iniciativa.
En esta entrada los invito a cuestionar algunos supuestos que tenemos sobre el habito de competir, para ello voy a citar a William y Marguerite Beecher autores del libro “Beyond Success and Failure” o “Mas allá del éxito y del fracaso” quienes nos presentan una perspectiva muy interesante que amerita ser leída con atención:

La competencia esclaviza y degrada a la mente. Es una de las formas de dependencia psicológica más prevaleciente y, ciertamente, más destructiva de todas. En algún momento futuro, si no se supera, produce un individuo estereotipado embotado, imitativo, insensible, mediocre consumado y desprovisto de iniciativa, imaginación, originalidad y espontaneidad. Es un ser humanamente muerto. ¡La competencia produce muertos en vida! ¡Nulidades!

La competencia es un proceso o una variante del comportamiento habitual que se desarrolla a partir de un hábito mental. Se origina debido a nuestra necesidad de imitar a los demás durante nuestra primera infancia, pero es indicio de un infantilismo persistente si sigue dominándonos después de la adolescencia. Es señal de un desarrollo psicológico retrasado, una actitud pueril persistente de "Lo que el mono ve, el mono hace". Nos encontramos atrapados en la imitación.
Una vez establecida en órbita como una forma habitual de considerar las relaciones interpersonales, contamina todas nuestras relaciones. Se convierte en una forma de relacionarnos con el mundo, con los demás seres humanos y de enfrentarnos a las situaciones. La competencia es asesina, porque despoja al individuo de su iniciativa y responsabilidad personales.


Las personas parecen ver un parecido superficial entre iniciativa y competencia y muchas las consideran idénticas que es lo mismo que confundir un hongo venenoso con un champiñón. A menos de que veamos claramente la diferencia entre ambas, no podemos esperar evitar los males aunados a la competencia, puesto que trata de imitar a la iniciativa en todas las formas posibles. Pero queda la triste realidad: competimos con los demás sólo en aquellas situaciones en las cuales experimentamos temor y carecemos de iniciativa. Quienes pueden ¡actúan! Quienes no pueden, o no se atreven a actuar, imitan.

La iniciativa es la más preciada de todas las virtudes y es una necesidad vital para todos, puesto que todos los problemas humanos requieren una acción. Los problemas humanos no se resuelven cuando se carece de iniciativa personal. La confianza en uno mismo no es posible si no hay iniciativa y no podemos realizar nuestro propio potencial a menos de que confiemos en nosotros mismos, tanto física como emocionalmente. No hay nada que pueda ocupar el sitio de la iniciativa personal en la vida de un individuo.


La iniciativa es lo contrario de la competencia y la una significa la muerte de la otra. Es una cualidad natural de una mente libre. Es absolutamente espontánea e intuitiva en su reacción al enfrentarse a cualquier situación a medida que se presenta como la acometida de un espadachín. La mente libre nos permite ser personas con una guía interna cuyas reacciones en la acción son automáticas. Por eI contrario, la competencia es simplemente una reacción imitativa que se rezaba mientras espera las instrucciones de alguien mas cuya cabeza nos parece estar por encima de la nuestra y a quien hemos elegido para fijar el ritmo y la dirección de nuestra actividad. En síntesis, la iniciativa produce una acción espontánea, mientras que la competencia únicamente produce una reacción retardada ante el estímulo de un marcapaso.
La competencia surge de la dependencia, imitando a la iniciativa en una forma engañosa y nublando así nuestra comprensión. El individuo competitivo se entrena a sí mismo para dejar atrás a su marcapaso y al ver los resultados podríamos imaginar que está gozando de los frutos de la iniciativa. A menudo desarrolla tal actividad que da la impresión de ser dominante y competente. Corno resultado de su éxito, a menudo se le asigna a una posición clave, desde donde debe originar y organizar las normas dentro de una situación sin estructurar, la cual requiere un planeamiento o actividad independiente, imaginativo y original. En tal situación, no puede funcionar en forma inventiva, puesto que tónicamente se ha entrenado para exceder o imitar patrones existentes; no posee ninguna clase de libertad mental para crear o improvisar nuevas formas y pasa sus días de trabajo metido en aprietos y cayendo en trampas.

Para liberar a la mente del hábito de la competencia, debemos estudiar con todo detalle el proceso mediante el cual la mente se deja atrapar por la competencia. La forma de salir de una trampa es conociendo la forma en que está construida. Sólo entonces dejará de ser una trampa. La liberación de la opresión de la competencia yace en el incremento de la confianza en uno mismo ¡ya que la competencia sólo puede surgir de la falta de confianza! Es así de simple. ¡La confianza en nosotros mismos logra lo que la competencia jamás puede alcanzar.
Como ya hemos dicho, la persona competitiva convierte en marcapasos a todos aquellos que ve a su alrededor, colocando sus cabezas muy por encima de su propia cabeza. Al hacerlo, abdica a sus propios derechos de progenitura y, una vez, que ha abdicado de su propia iniciativa, entonces empieza a luchar para sobrepasar a quienes ha colocado por encima de sí misma. De esta manera cada vez se ciega más a sus potencialidades internas y con el tiempo llega a encontrarse absolutamente bajo la influencia hipnótica de los marcapasos que ella misma eligió. Se siente hipnotizada por ellos y se adentra en una condición de total de pendencia de una guía externa, en el sentido en que usa a los demás como si fuesen perros lazarillos para guiarla. No se atreve a hacer uso de su propia intuición o de su espontaneidad y de esa manera se encuentra en un estado de constante irresponsabilidad, sin ejercitar su propia mente, sino simplemente reaccionando a los demás. Si los demás aspiran pimienta, es ella quien estornuda.

Es evidente que el hábito de la competencia se basa en o está ligado a otro hábito, ¡al hábito de hacer comparaciones. Nos comparamos ya sea por encima o por debajo de los demás. Tememos a quienes imaginamos muy por encima de nosotros, porque los consideramos como figuras de autoridad que están en posición de bloquear nuestro progreso o de lastimarnos. Tememos a quienes creemos que están por debajo de nosotros, no sea que de alguna manera nos desplacen en un intento de llegar más arriba que nosotros. Y así la vida nos parece como un simple juego peligroso de destreza, en el cual siempre nos encontramos rodeados de enemigos contra los cuales de alguna manera debemos triunfar, levantándonos por encima de ellos. O por lo menos así lo imaginamos.
El infierno inherente de la persona competitiva es que en su propia mente se ha estampado el sello de segunda clase, carente de iniciativa y originalidad. ¡Un seguidor! Y es precisamente ese sentimiento el que lo impulsa inexorablemente a competir.
La persona confiada en sí misma no experimenta deseo alguno de competir o de ponerse a prueba, ya sea delante de sí misma o de los demás. En breve, toda la competencia es un comportamiento de segunda clase, o derivativo; una espalda sin cerebro, incapaz de encontrar su propio camino o de escoger su propio objetivo. Debe apoyarse y depender del marcapaso de su propia elección envidiosa.
La comparación engendra al temor y a su vez el temor engendra a la competencia y a una sola destreza. Creemos que nuestra propia seguridad depende de darle muerte a quien está por encima de nosotros, sobrepasándolo en su propio juego. No disponemos de tiempo para disfrutar de ningún juego de nuestra propia creación, no sea que perdamos terreno en nuestra carrera contra los demás para alcanzar una posición o una promoción. Y quizá ni siquiera descansamos, no sea quienes están por debajo de nosotros se nos adelanten durante la noche, cuando no estamos conscientes. Mientras más alto subimos, mayor será i nuestro temor de caer. Y así vivimos temerosos, sin importar si ganamos o perdemos las escaramuzas cotidianas.
Este tipo de hipnosis es una forma de monomanía en la cual la persona se subordina a las órdenes de alguien más, a quien acepta como una figura de autoridad. En consecuencia, nuestra dependencia total de esa persona nos conduce a una absoluta ignorancia de todas las demás señales que nos envía nuestro medio ambiente. Perdemos la capacidad de ver y de oír todo aquello que está plenamente visible a nuestro alrededor. Nos aferramos a las formas tradicionales del juego que esa persona nos induce a jugar, sacrificando así nuestra capacidad innata de reaccionar en una forma espontánea a las realidades a que nos enfrentamos en la vida. Podemos ver, oír o reaccionar sólo indirectamente, a través de los ojos y los juicios del marcapaso al que imitamos y obedecemos.

El deseo de obtener una promoción por encima de los demás y de alcanzar determinada posición personal es conducente a una degradante dependencia de la opinión de los demás y un patético anhelo de escuchar sus alabanzas. El deseo de una alabanza lleva consigo un terror de que los demás nos desaprueben y de esta manera la mente se ve esclavizada por el anhelo de la buena opinión de quienes están a nuestro alrededor. De manera que podemos decir que la necesidad de un reconocimiento personal es sencillamente infantil.
Así, el individuo ambicioso y competitivo es un ser desgraciado que todavía se encuentra atrapado en el deseo infantil de llegar a convertirse en el hijo favorito. Está de pie delante de los demás, presentando su tazón de mendigo suplicando su aprobación. Correrá, rodará, saltará, mentirá, asesinará o hará cualquier cosa que crea necesaria, a fin de ganarse la alabanza que busca. De alguna manera tiene que impresionar y por consiguiente adueñarse de la cabeza que ha colocado por encima de la suya. Puesto que todavía considera a la vida como un niño o como un ciudadano de segunda clase, todos sus esfuerzos por avanzar sólo sirven para confirmar su forma habitual de considerar a los demás y atarse a ellos. Continúa a lo largo de esta senda hasta que alguien puede ayudarlo a romper el trance hipnótico que lo ata, demostrando lo que ha estado, y sigue, haciendo.

En resumen, la persona competitiva opera por un constante temor. El temor siempre nos limita y nos degrada. Jamás podremos lograr nuestra capacidad potencial en el ambiente de temor que engendra la competencia. La dependencia conduce al temor; el temor conduce a las comparaciones; las comparaciones conducen a la competencia y después la competencia nos destruye al degradarnos hasta llegar a la imitación, el conformismo, el infantilismo o la mediocridad. La dependencia y la imitación jamás son conducentes a la creatividad y la independencia. La libertad sólo llega cuando no colocamos ninguna cabeza por encima de la nuestra.
Los invito a reflexionar sobre esta lectura y a recordar que “la competencia siempre depositará tu vida en manos de los demás, mientras que la iniciativa te otorgará la libertad de elegir tu propio destino”.

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