martes, 27 de agosto de 2013

Si no vives para servir, no sirves para vivir.


Aunque algunas personas podrían tratar de llevar una vida meramente egoísta, desde una perspectiva egocéntrica, cuando nos damos a otros es que encontramos nuestro mayor sentido de significado. Por lo que, en nuestra búsqueda de significado, uno de los mejores lugares dónde mirar es hacia afuera- hacia otros- usando el principio de la caridad. 

¿Para qué vivir si no es para hacer el mundo menos dificil para los demás? .. 

A continuación les presento una conmovedora historia de la vida real que ejemplifica la caridad en sus mas puras formas:

El hombre del tren

Cada vez que mis hermanos, mi hermana y yo nos reuníamos inevitablemente hablábamos de papá. Todos les debíamos nuestros éxitos en la vida a él y a un hombre misterioso con el que se encontró una noche en el tren.

Nuestro padre. Simon Alexander Haley nació en 1892 y creció en la pequeña localidad campesina de Savannah, Tennessee. Fue el octavo hijo de Alec Haley y de una mujer llamada Queen. Con una Fuerza de voluntad tremenda, mi padre había sido esclavo y ejerció como aparcero de tiempo parcial.

Aunque sensitiva y emocional, mi abuela era fuerte cuando se trataba de sus hijos. Una de sus ambiciones era que mi padre se educara.

En Savannah, a un niño se le consideraba «un desperdicio» cuando seguía en la escuela después de haber crecido lo suficiente como para trabajar en las labores del campo. De manera que cuando mi padre alcanzó al sexto grado, Queen empezó a trabajar en el ego de mi abuelo.

«Ya que tenemos ocho hijos», le decía, «¿no sería prestigioso desperdiciar deliberadamente a uno de ellos y hacer que estudie?» Después de muchos argumentos, el abuelo permitió que papá terminara el octavo grado. Sin embargo, después de clases tenía que trabajar en el campo.

Pero Queen no estaba satisfecha. Cuando el octavo grado llegó a su fin, empezó a plantar semillas. diciendo que la imagen de mi abuelo alcanzaría nuevas alturas si su hijo iba a la secundaria.

Su persistencia rindió Frutos. Con gesto severo, el viejo Alec Haley entregó a mi padre cinco billetes de diez dólares duramente ganados, le dijo que no pidiera más y lo mandó a la escuela secundaria. Viajando primero en una carreta tirada por mulas y luego en tren —el primero que había visto en su vida-, papá finalmente se apeó en Iackson, Tennessee donde se matriculó en el departamento preparatorio de la Escuela Lane. La escuela metodista para negros ofrecía cursos hasta preuniversitaria.

Pronto se consumieron los cincuenta dólares de papá, de modo que para seguir estudiando tuvo que trabajar como mozo, un hombre para todo servicio y ayudante en una escuela para niños problemáticos. Cuando llegó el invierno, tenía que levantarse a las cuatro de la mañana, ir a las casas de prosperas familias blancas y hacer fuego de modo que los residentes pudieran despertar con un ambiente confortable.

El pobre Simon se transformó en una especie de hazmerreír en la escuela con su único par de pantalones y zapatos y sus ojos permanentemente semicerrados. A menudo se lo encontraba dormido con un libro de estudio en su regazo.

Los esfuerzos constantes para conseguir dinero terminaron pasándole la cuenta. Los grados de papá empezaron a irse a pique. Pero porfió hasta completar la secundaria. Después de eso, se matriculó en el A&T College de Greensboro, North Carolina, un centro construido en terrenos cedidos por el gobierno donde cursó los dos primeros años de estudio.

Una tarde fría, al final de su segundo año, lo llamaron a la oficina de un profesor y le dijeron que había reprobado un curso, uno que requería de un libro que él no había podido comprar por falta de recursos.

Un pesado sentimiento de fracaso cayó sobre él. Por años había hecho lo imposible y ahora sentía que no habla logrado nada. Quizás lo mejor sería volver a casa, a su destino original: trabajar en el campo.

Pero días después llegó una carta de la compañía de trenes Pullman diciendo que era uno de los veinticuatro estudiantes negros seleccionados entre cientos de solicitudes para trabajar en el verano como mozo en los vagones dormitorios. Papá se puso eufórico. ¡Aquí tenía su oportunidad! Rápidamente se reportó y lo asignaron al tren que hacia el recorrido entre Buffalo y Pittsburgh.

Una mañana, como a las dos, sonó el despertador de los mozos. Papá se levantó. Se puso su chaqueta blanca y se dirigió al camarote del pasajero que lo había llamado. Allí se encontró con un señor de aspecto distinguido que le dijo que él y su esposa tenían problemas para dormir y que deseaban sendos vasos de leche caliente. Papá les llevó la leche y servilletas en una bandeja de plata. El pasajero pasó uno de los vasos a su esposa por debajo de la cortina que cubría su cama y empezó a beber a sorbitos del suyo, mientras trataba de establecer una conversación con papá.

La compañía Pullman prohibía estrictamente cualquier intercambio de palabras entre los pasajeros y los mozos fuera más allá de un «SÍ, señor» o un «No, señora» pero este pasajero se mantuvo haciendo preguntas. Incluso se fue tras papá cuando este volvió a su cubículo.

—¿De dónde es usted?
—De Savannah. Tennessee, señor.
—Usted habla bastante bien.
—Gracias, señor.
—¿En que trabajaba antes de ocupar este empleo?
—Soy estudiante del A&T College en Greensboro, señor. —Papá no consideró necesario añadir que estaba pensando retornar a casa para seguir trabajando en el campo.

El hombre lo miró atentamente, le dio las buenas noches y volvió a su camarote.

A la siguiente mañana el tren llegó a Pittsburgh. En un tiempo cuando cincuenta centavos era una gran propina, el hombre le dio a Simon Haley cinco dólares, quien se los agradeció emocionado. Todo el verano había estado ahorrando cada propina que recibía y cuando el trabajo finalmente terminó tenía acumulado suficiente como para comprar su propia mula y un arado. Pero se dio cuenta que con ese dinero también podía cursar todo un semestre en la universidad sin tener que trabajar mientras estudiaba.

Así que decidió que bien se merecía un semestre libre de trabajo extra. Solo así podría saber hasta dónde podría llegar.

Regresó a Greensboro. Pero no bien llegó cuando fue llamado por el presidente de la universidad. Papá estaba lleno de temor cuando se sentó frente a aquel hombre tan importante.

—Tengo aquí una carta. Simon —le dijo.
—Sí, señor.
—¿Trabajó usted como mozo este verano en la compañía Pullman?
¿Conoció a un señor que le pidió que le llevara un vaso de leche caliente?
—Sí, señor.
—Pues, ese pasajero era el señor R. S. M. Boyce, retirado de la compañía de publicaciones Curtis, la que publica The Saturday Evening Post. Él donó quinientos dólares para su hospedaje, educación y libros para todo el año escolar.

Mi padre no lo podía creer.

La sorpresiva donación no solo permitió a papá terminar en Greensboro sino graduarse primero en su clase. Eso le hizo acreedor a una beca completa para estudiar en la Universidad Cornell, en Ithaca, Nueva York.

En 1920, papá, entonces recién casado, se trasladó a lthaca con su esposa. Berlina. Entró a Cornell para obtener una maestría en tanto que mi madre se matriculó en el Conservatorio de Música para estudiar piano. Yo nací al año siguiente.

Un día, décadas después, los editores de The Saturday Evening Post me invitaron a sus oficinas editoriales en Nueva York para discutir la condensación de mi primer libro, “La autobiografía de Malcolm X”. Yo me sentía tan orgulloso, tan feliz de estar sentado en aquellas oficinas con paneles de madera en Lexington Avenue. De pronto, me acordé del señor Boyce y cómo su generosidad había permitido que yo, como escritor, estuviera allí con aquellos editores. Y empecé a llorar de tal modo que no podía parar.

A menudo, los hijos de Simon Haley pensamos en el señor Boyce y su inversión en un ser humano menos afortunado. Por el efecto expansivo de su generosidad, nosotros también nos beneficiamos. En lugar de ser campesinos, crecimos en un hogar con padres educados. Con anaqueles llenos de libros y orgullosos de nosotros mismos. Mi hermano George es presidente de la Comisión de Tarifas Postales de los Estados Unidos. Julius es arquitecto. Lois es maestra de música y yo soy escritor.

El señor R. S. M. Boyce cayó como una bendición en la vida de mi padre. Aunque alguien pudiera verlo como un encuentro fortuito. Yo lo veo como el misterioso poder del bien en acción.

Y creo que cada persona bendecida por el éxito tiene la obligación de retornar parte de esa bendición. Todos deberíamos vivir y actuar como el hombre del tren.
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Sí, el señor Boyce ayudó a pagarla educación de Simon, pero su caridad se extendió mucho más allá del hecho de dar dinero. También dio tiempo para conversar con el joven Simon y contactarse con el presidente de la universidad. Dio visión al descubrir el potencial en un joven en el que otros solo veían un sirviente con un vaso de leche. Dio confianza al elogiar las habilidades comunicativas de Simon. Dio esperanza a un joven con muchas aspiraciones pero con pocos recursos. Al hacer eso su caridad se extendió mucho más allá de su propósito original, porque se amplió a las generaciones de los hijos de Simon, incluyendo a Alex (famoso escritor norteamericano conocido por la Autobiografía de Malcolm X y por su libro Raíces). En realidad, nadie conoce totalmente el potencial continuo de un sencillo acto de caridad.

En su propia búsqueda de significado, el mejor lugar para empezar es fuera de usted mismo: pensando en otros y mostrando actos de caridad, por pequeños que sean. Ya sea por medio de una sencilla acción amable, de dar esperanza, de un elogio oportuno o de iluminar el sendero oscuro de alguien más, las oportunidades para hacer caridad que van más allá de dar dinero están a la vuelta de la esquina, todos los días.

Ten presente que caridad no es solo dar dinero a los pobres. Es también dar de nuestros corazones, nuestro tiempo, nuestros talentos y nuestras energías para iluminar las vidas de otros, ricos o pobres.

Nunca olvides que: “Dando personalmente de sí es como alguien se hace rico”


Fuente: “Everyday Greatness” By Stephen R. Covey
 

5 comentarios:

  1. Muy Buena historia Jorge. Hay igual que la historia pienso que todos debemos dar algo de nosotros para con los demas, ya sea una donacion, tiempo, esfuerzo, etc porque eso aparte de hacernos sentir bien, puedo hacer un efecto multiplicador para quien lo recibe como en el caso de la historia, que hasta los hijos se sintieron agradecidos con el hombre del tren. Creo que todos debemos tener la obligacion de dar algo a la sociedad no importa si somo ricos o pobres siempre hay algo que podemos dar..... JRG

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  2. Gracias por tu aporte.. Como dijo Martin Luther King: "Si ayudo a una sola persona a tener esperanza, no habré vivido en vano." Éxitos JRG.

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  3. EXCELENTE Jorge...QUE BUENA HISTORIA....el valor de ayudar es recompensado en bendiciones, si damos con generosidad recibimos en ABUNDANCIA...este hombre del TREN, dio de CORAZÓN, parte de su bendición y su recompensa se vio reflejada en ayudar a una familia a llegar a la CIMA, así debemos ser nosotros tambien ayudando al mayor numero de personas que podamos con nuestros pequeños sacrificios en palabras y en OBRAS...
    Un abrazo JORGE...gracias por compartirnos esta bella historia...

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  4. Gracias a ti Rauloh129 por tus comentarios y por seguir el blog. Me alegra que te gusten los contenidos. Un abrazo.

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  5. Jorge, gracias por compartir esta historia.......... para aquellos que hemos recibido una oportunidad (ayuda) solo nos queda estar agradecidos por siempre y devolver este gesto en otras personas.

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