Esta vieja historia es sobre un hombre que reflejaba en su forma de vestir la derrota y en su forma de actuar la mediocridad total.
Ocurrió en París, en una calle céntrica aunque
secundaria. Este hombre, sucio,
maloliente, tocaba un viejo violín. Frente a él y sobre el suelo estaba su
boina, con la esperanza de que los transeúntes se apiadaran de su condición y
le arrojaran algunas monedas para llevar a casa.
El pobre hombre trataba de sacar una melodía, pero
era del todo imposible identificarla debido a lo desafinado del instrumento, y
a la forma displicente y aburrida con que tocaba ese violín.
Un famoso concertista, que junto con su esposa y
unos amigos salía de un teatro cercano, pasó frente al mendigo musical. Todos arrugaron la cara al oír aquellos
sonidos tan discordantes. Y no pudieron menos que reír de buena gana.
La esposa le pidió al concertista, que tocara
algo. El hombre echó una mirada a las
pocas monedas en el interior de la boina del mendigo, y decidió hacer algo.
Le solicitó el violín. Y el mendigo se lo prestó
con cierto resquemor.
Lo primero que hizo el concertista fue afinar sus
cuerdas. Y entonces, vigorosamente y con
gran maestría arrancó una melodía fascinante del viejo instrumento. Los amigos comenzaron a aplaudir y los
transeúntes comenzaron a arremolinarse para ver el improvisado
espectáculo.